Imitar a María

Imitar a María

Cuando el Arcángel San Gabriel saludó a María de aquella forma que la dejó asombrada, ella supo que el mensaje venía de Dios, no lo dudó un instante: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Qué maravilla. María aceptó plenamente el mensaje del Señor, el mensaje de su Creador, y lo hace suyo, pero de tal manera, que se esclaviza, que se niega a sí misma, llegando a ser así el ser más humilde de toda la Creación. María no quiere actuar por sí misma, sino que se deja hacer por Dios y quiere que Dios sea el que actúe en ella.

Han pasado 33 años, en los que María ha ido guardando todas esas cosas en su corazón. En la boda de unos amigos nos da un mensaje que nos tiene que hacer pensar y recapacitar. María nos dice: Haced lo que Él os diga. Y podemos preguntarnos, ¿qué es lo que Él nos dice? Y Cristo nos dice: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.

Imitemos a María. Humildes como ella, bueno, como ella nunca lo lograremos, pero intentemos ser muy humildes. Que todas esas soberbias, esas vanidades que el mundo nos trae, las alejemos de nosotros y, sobre todo también, dejémonos hacer por Dios. No seamos nosotros los que en todo instante queramos hacer aquello que nos place, aquello que creemos que es lo mejor. Algunas veces por supuesto que lo es, pero es mucho mejor que dejemos que sea Dios el que actúe en nosotros. Y eso, ¿cómo se consigue? Pues como María nos enseña que lo hagamos. Haciéndose esclavos de Dios. Que esclavitud más bonita, haciéndonos siervos inútiles que solamente hacemos lo que tenemos que hacer. Dejándonos guiar por El que todo lo sabe y todo lo puede.

Imitemos a María. Imitemos su silencio, que no es un silencio cómplice, ni un silencio “sonoro” —entre comillas, como el que el mundo tiene—, sino un silencio interior, para así poder escuchar la voz de Dios, porque Dios habla en el silencio. Vivamos, pues, en ese silencio y dejemos que Dios nos hable y que nos vaya indicando, día a día, que es lo que desea de nosotros. Porque si le escuchamos, en algunos momentos nos dirá: Mira, haz esto, ven aquí, ve allá, busca a esta persona, ayuda a aquella otra. Porque esas cosas, aunque parezca mentira, nos las dice Dios, como le dijo a María que fuera a ver a su prima Santa Isabel, que también estaba embarazada, y la ayudase. Fue el Señor el que se lo dijo, porque ella se había negado ya totalmente a sí misma y solamente actuaba por los impulsos del propio Dios, que era el que la movía. Ella actuaba en todo momento haciendo lo que Dios quería de ella. Y por eso emprendió la marcha, estando embarazada, para ver a su prima y estar allí asistiéndola hasta el momento del parto del Precursor, de Juan el Bautista.

Debemos aprender de María: Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Es el cántico que en ese momento de la visita a su prima Santa Isabel, entona María llena de gozo. Nosotros debemos hacer igual, imitando a María. En todos y cada uno de los instantes de nuestra vida, debemos estar proclamando la grandeza del Señor y agradeciéndole todo lo que hace por nosotros. Y, además, debemos de ser humildes como María, para que realmente Dios pueda actuar en nosotros.

¿Debemos imitar a María? Si queremos salvarnos, si queremos tener la vida eterna, si queremos disfrutar con ella, con todos los santos y con la Santísima Trinidad en el Cielo, debemos ser como María, tenemos obligación de ser como María. Aunque no lleguemos a la suela de su zapato, por supuesto. Y es que, después de Dios, María es lo más perfecto que existe en toda la Creación. Es imposible igualarse a ella. Pero debemos intentar imitarla, cada uno dentro de sus posibilidades, en el sitio donde Dios te ha puesto, allí donde desarrollas tu actividad profesional, tu actividad personal, tu actividad familiar. Allí es, precisamente, donde tienes que imitar a María. Mírate en ella. Fíjate en algo tan importante: María siempre mira a Dios. María no mira a otro lado: Como los ojos de la esclava están fijos en las manos de su señora. Y ella es la esclava de Dios. ¿Y en dónde va a tener fija su mirada, sino en su Señor? En su dueño, en Dios. Ella está siempre con la mirada en Dios. Por eso nosotros debemos dejar de mirar al mundo.

Tenemos que intentar despegarnos de todas esas cosas que nos rodean y que nos hacen llevar una vida de pecado. Tenemos que procurar, por todos los medios, poner nuestra mirada, única y exclusivamente, en Dios, como María. Desde por la mañana al levantarse, hasta por la noche al acostarse. Que nuestra mirada interior, la mirada de nuestro espíritu, esté en Dios, sola y exclusivamente en Dios; nuestro pensamiento, como el de María: en Dios; nuestra voluntad, como la de María: en Dios; nuestro actuar, como el de María: en Dios. Y es muchísimo más sencillo que tener nuestra mirada, nuestro pensar, nuestro actuar, nuestro querer, en el mundo. El mundo nos da muchos disgustos, nos trae muchísimos problemas, nos lleva a la condenación eterna.

María, con su silencio, con su guardar todo en el corazón, con su esclavizarse ante Dios, con hacerse la más humilde de la Creación, nos enseña cómo debemos actuar en nuestra vida. Contemplemos continuamente a María. Cada vez que nos veamos en problemas en nuestra vida; cada vez que tengamos dudas que no sepamos cómo resolver; cada vez que digamos: y ¿cómo actúo yo ahora?, ¿será esto o no será esto la voluntad de Dios? Miremos a María, porque Ella nos ayuda, pues es la Madre que está pendiente siempre de nosotros. Y entonces, al instante, nos dirá: no, por ahí no, que te equivocas. Sígueme a mí, sígueme a mí que es el camino seguro para llegar a Dios. Seguid a María, imitad a María. Estad siempre con María. Pensad en María, porque ella piensa en Dios.

Ha habido santos que dicen que, cuando se les ha aparecido la Virgen María y la han mirado a la cara, no han visto a una mujer: han visto a Dios. Como ella es tan humilde, ella se ha anonadado, se ha negado totalmente. Y ella es un espejo purísimo que refleja continuamente a Dios, por lo que, cuando miras a María, no la ves a ella, ves a Dios. ¡Qué belleza! La belleza de Dios la tiene María. Dios la creó el ser más perfecto de toda la creación, por encima hasta de los Ángeles. Siempre, por supuesto, por debajo, muy por debajo de Dios, porque ella no es Dios, pero entre todos los seres de la Creación, es el ser más perfecto.

María, y es un dogma de la Santa Iglesia Católica, fue concebida sin pecado original, es decir, no tuvo mancha alguna: María es totalmente Inmaculada. María fue creada perfecta por Dios. Y es lógico que así fuera, porque si Dios creaba a la que iba a ser la Madre de su Hijo, es decir, la Madre de Dios —dogma declarado en el Concilio de Éfeso—, no la podía hacer imperfecta, tenía que hacer el ser más perfecto de la Creación para que pudiese engendrar al propio Dios. María perfecta; María espejo purísimo sin mancha alguna, y que refleja continuamente a Dios, y por eso se ve a Dios en ella.

Dios está amando continuamente a María, con su amor infinito y perfecto, y María, espejo purísimo, como está mirando continuamente a Dios, le refleja ese Amor que recibe de Él, sin merma alguna, tal cual, con toda su perfección y con toda su plenitud. Así ama María a Dios: con el mismo Amor de Dios. Por supuesto que nosotros no somos espejos purísimos, nuestro espejo está roto, le falta la plata detrás y no refleja; tiene moho, está muy sucio, pero tenemos que intentar acercarnos, dentro de nuestras limitaciones y dentro de nuestras posibilidades, a lo que Ella hace y a lo que Ella es. Imitemos a María, imitémosla hasta en lo más pequeño; hasta en sus silencios, en sus miradas, en la mirada a la Cruz en el Calvario.

Cuántas veces en nuestra vida tenemos momentos muy desagradables: la muerte de los padres, de los hijos, de los hermanos, familiares muy queridos, amigos muy queridos, el esposo o la esposa, momentos horribles en nuestra vida en los que se nos desgarra no solamente el corazón, sino que sentimos que nuestras entrañas se deshacen y se rasgan de arriba a abajo, como si nos metiesen por dentro del cuerpo unos garfios y nos fueran arrancando todas nuestras vísceras. Así lo sentimos. Y hay veces que nos desesperamos. Ahí es donde María nos enseña que no podemos perder nunca la esperanza: imitémosla al pie de la Cruz.

María vivió toda la Pasión. Vio cómo desgarraban las carnes de su Hijo, cómo le escupían, cómo le empujaban cuando llevaba la Cruz a cuestas y lo tiraban al suelo. Todo eso lo vio María y lo fue guardando en su corazón. Pero María nunca se desesperó. Ella tuvo el dolor impresionante de la espada que la atraviesa, porque es el dolor de una madre que ve muerto a su hijo, pero al mismo tiempo Ella, la esclava del Señor, que en todo instante hace lo que Dios quiere, sabe que aquello era necesario, que aquello tenía que ocurrir para la salvación de toda la Creación, de toda la humanidad. Por eso María no se desespera, María tiene su corazón dolorido porque su Hijo está muerto, pero María comprende que aquello tiene que suceder así para algo muy superior, para que se cumplan los planes de Dios, porque ese era el plan de Dios y Ella no podía negarse, pues desde el principio dijo: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Imitemos a María en esos momentos de la vida en que nos vemos desesperados, que parece que es imposible seguir viviendo y que queremos echarle la culpa de todo a Dios, y que levantamos nuestras manos para chillarle y para pedirle cuentas, diciendo, ¿por qué te has llevado a mi hijo? María no hizo eso, y María adoraba a su Hijo, porque sabía, además, que su hijo era Dios. María Corredentora, María participa de la Redención. Y María, que comprende y conoce la voluntad de Dios y el plan de Dios para con la Creación, para con nosotros, para con toda la humanidad, colabora perfectamente, tal como Dios desea que lo haga. Que nosotros hagamos igual. Que nosotros en esos momentos tristes, horribles, que no quisiéramos haberlos vivido nunca, que nos gustaría borrar de la historia de nuestra vida, miremos a María. Le pidamos fuerzas para como Ella, con la mirada serena, miremos hacia arriba y veamos a Cristo en la Cruz.

Imitad a María. Y tengamos muy claro que en este mundo no está la Vida; Ella nos lo ha dicho: haced lo que Él os diga, y Cristo nos dice: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. La Vida, la verdadera Vida, la Vida con mayúsculas, la Vida eterna. Y esa es la que tenemos que buscar con todo nuestro afán. Imitando a María, y, como ella, haciendo la voluntad de Dios, para que al final de nuestros días el Señor nos lleve junto a Sí y nos mantenga a su lado por toda la eternidad.

Debemos empezar a renunciar a cosas que no valen para nada, que no son fundamentales para vivir. No podemos ser esclavos del mal, esclavos del mundo, que tiene por príncipe al diablo. Por eso, imitemos a María, que la Santísima Trinidad, Padre, e Hijo y Espíritu Santo, la coronó como Reina de toda la Creación. Sigamos a nuestra Reina, sirvamos a nuestra Reina, no al mundo, sino a Ella. Y Ella, cuando nos llegue la hora, nos cogerá de la mano, nos abrazará, y nos llevará en sus brazos junto a su Hijo, y le dirá: Mira, Hijo, es de los nuestros. Me ha imitado a mí y te ha imitado a ti, y es una persona que se merece la Vida verdadera y eterna por todos los siglos de los siglos.

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